Mientras analistas y tertulianos
especulan sobre los efectos de la victoria de Syriza en otros países
europeos, una cosa sí sabemos: que en Europa ha tenido lugar un voto
de dignidad. La Europa despreciada, sureña y fronteriza, corrupta y
desmadrada, ha vencido el miedo para mandar un mensaje claro: que un
régimen de poder basado en el expolio y en la depredación tiene un
límite y que este límite está en manos de la gente de la que ya
nada se espera.
En 2011, una consigna dio la
vuelta a las plazas del Mediterráneo: “hemos perdido el miedo”.
En estas elecciones de 2015, los efectos de esa consigna han llegado
a las instituciones gubernamentales, griegas y por extensión
europeas. Frente al discurso del miedo invocado por la Troika y por
los gobiernos que componen el club de los Estados europeos, se ha
impuesto el “basta ya!”. Un voto de dignidad es ante todo un acto
que interrumpe la lógica de la servidumbre y de la dominación, de
la sumisión y de la degradación. La dignidad es la capacidad
colectiva de trazar un límite más allá del cual la vergüenza
alcanza a todos, sin excepción. No hay dignidades privadas. La
dignidad es una virtud colectiva.
Un voto de dignidad como el que
ha tenido lugar en Grecia no se mide por un cálculo de expectativas
ni tiene garantías. Tampoco es un voto crédulo o entregado. En
Europa hemos aprendido algo importante: que los partidos políticos
que nos gobiernan no tienen que pretender representarnos ni salvarnos
la vida. “No nos representan” se coreó en las plazas ocupadas de
toda España en 2011. Partidos como Syriza o Podemos no han venido a
cerrar esta crisis de representación. Y si lo pretendieran, no
podrían. Más bien son el ensayo de otro uso de la política
institucional. Syriza ha ganado con un único propósito: renegociar
la deuda de Grecia y levantar a partir de ahí los pilares de una
Grecia más social. Podemos, un proyecto político mucho más
embrionario, nace y crece bajo el objetivo de atacar la corrupción,
de echar a la “casta”.
Pero junto a ellos y más allá
de ellos prolifera tanto en España como en Grecia una red creciente
de proyectos de autoorganización social, de apoyo mutuo, de
redefinición de lo público y de lo común y de candidaturas
municipales autónomas, que plantea otro nivel de politización de la
sociedad. Ya no funciona el esquema que conocíamos basado en la
dialéctica movimientos sociales / instituciones políticas. El
dentro / fuera de la política ya no sirve como orientación para las
nuevas formas de politización. Lo que está en juego hoy es la
posibilidad de desarrollar formas de organización colectiva que
descentran el monopolio gubernamental de la vida política, a la vez
que lo utilizan para aquellos fines que solamente pueden ser
combatidos desde ahí.
Que esto sea lo que está en
juego no significa que esto sea ya así: obviamente, hay una ofensiva
muy fuerte, desde la derecha y desde la izquierda tradicional, para
reconducir la política a lo electoral y a lo institucionalmente
reconocido. Si esta ofensiva vence y consigue desarticular o
canalizar los vínculos de las nuevas formas de politización
descentralizada, ya conocemos el resultado: la izquierda política,
cuando entra sola en el poder, lo hace o bien para realizar los
planes de reestructuración que el propio capital necesita y no puede
hacer por sí mismo, o bien para escenificar la impotencia de la
acción política transformadora. Es historia conocida, en Grecia, en
España, en Francia, en Alemania... Cada país tiene su propio
ejemplo. Decir “basta ya!” nos exige conseguir que esta historia
no se repita otra vez.
Esta exigencia abre dos
cuestiones de fondo, hoy candentes, sobre nuestra tradición política
moderna: la identidad y función de la izquierda y la aspiración a
la soberanía. Son dos cuestiones que tanto Syriza como Podemos hacen
suyas, aunque quizás no de la misma manera. Son partidos de
izquierda? De qué izquierda? Y qué soberanía política aspiran a
ejercer?
Syriza lleva en su propio nombre
“coalición de la izquierda radical” y está compuesta de trece
partidos que reúnen diversas tendencias de la izquierda reconocida
como tal. Pero, en qué sentido un partido explícitamente de
izquierdas puede ser hoy realmente de izquierdas? Cuál es el margen
de actuación de una izquierda política radical que no asume la
posibilidad de la ruptura en la Europa del capital? Podemos, por su
parte, ha limpiado de su vocabulario toda referencia a la izquierda.
Dicen: no somos de derechas ni de izquierdas. Somos los de abajo
contra los de arriba, retomando en parte la apelación al 99% contra
el 1%, o en términos más tradicionales, el pueblo contra las
oligarquías. Para sostener este desplazamiento, el lenguaje se
despolitiza y el combate se moraliza: Podemos quiere liderar la lucha
de la “gente decente” contra los corruptos. Y ya se sabe, la
“gente decente” no acostumbra a ser de izquierdas, y lo único
que quiere es recuperar su “vida normal”.
Paradojas de la vida, podría ser
que el voto de dignidad que recorre este año el sur de Europa fuera
también la puerta que cierre el paso a toda posibilidad de una
propuesta rupturista y realmente transformadora. Y aquí es donde
entra en juego el problema de la soberanía: tanto Syriza como
Podemos invocan la soberanía nacional (y popular, añade Pablo
Iglesias) como aquello que, frente a la Europa financiarizada,
pretenden recuperar. Se habla, así, de patriotismo social y se hace
posible la alianza de estos proyectos con el nacionalismo. En Grecia
ha sido evidente. En España es lo que ocurre con el proceso catalán,
en el que la aspiración a “reapropiarnos de nuestras vidas”,
como se dice desde las luchas sociales, se convierte a la vez en la
aspiración a una nueva soberanía nacional en Catalunya.
Pero el problema de la soberanía
no es Europa, es el capitalismo. No hay reapropiación posible de
nuestras vidas sin empezar un proceso real de ruptura con el
capitalismo. “No somos mercancías en manos de políticos y de
banqueros”: este grito de dignidad que se escuchó en las plazas en
2011 es lo que hoy hay que hacer políticamente real.